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Seção de Contos da Casa da Cultura

LORENA


José Eduardo Miranda

          Oscar ya no creía en el amor.

          Después de cuatro relaciones duraderas mal acabadas y tras sufrir y perder el proceso judicial para la investigación de la paternidad de un hijo que convenció a todos, con excepción del juez y la madre del niño, de que no era suyo, para él el amor no existía. Todavía se interesaba por las mujeres, pero sólo para hacer cosas que le gustaban más que la práctica solitaria “del amor manual”. Lo suyo era quedar. Quedó cuatro años con Naroa, la madre del hijo que apenas conocía. Tenía una novia en Begoña, otra en Erandio y estaba en vías de pactar el tercer noviazgo de aquél mes. Cómo la gran mayoría de los jóvenes de su época, le encantaban los besitos, le gustaban los abrazos apretados y no se permitía perder una buena oportunidad de pasar la noche en la casa de una chica para invadir, sin compromiso, los túneles de las sábanas coloreadas y descubrir los misterios de los húmedos caminos del cuerpo ajeno. Para él, esto podría hacerse con cualquiera… Lo hizo con la madre de Andoni, podría hacer con la chica de Begoña, con la de Erandio, con una desconocida, y ahora, pensaba que lo haría también con la chica de San Ignacio, que cayó en su trampa de conquistador de corazones.

          Así se lo creyó él, inmediatamente después de que la conoció por casualidad, la noche del viernes, cuando salió del Bar de Fausti. Detrás de infinitas rondas de copas que disfrutó en la compañía de un par de amigos, él bajó la escalera del bar con pasos torpes. Cruzó la puerta sin destino cierto y anduvo, unos metros, dibujando eses por la acera. Batió con su hombro derecho a una pareja que seguía por la calle, en dirección a la ría, y cuando, ya sin equilibrio creyó encaminarse al encuentro del suelo, un brazo surgió de la nada y le cogió, evitándole el desplome.

          ─ Muuu… Much… ¡Muchas Gracias! ─ Exclamó, sin percatarse de quien le ayudara. ─ Me… Me heeee… Me he desequilibrado. ─ Justificó al recuperar la postura antes perdida.

          ─ No pasa nada, Oscar.

     Los ojos del chico, anubarrados por el humo del clima del bar, tardaron en focalizar el objetivo de su mirada. Por entonces, y dentro de la casi nada del estado de conciencia de la conciencia ninguna provocada por el alto tenor alcohólico de las innumeras Voll Damm acompañadas de la docena de “chupitos” de Whisky, él no lograba creer que la mano de una mujer como aquella le había salvado de la caída. «Debe ser un ángel», pensó después de frotar con desespero los párpados que se abrían y cerraban una y otra vez.

     ─ ¿Cómo? ─ indagó. ─ ¿Qué has dicho? ─ preguntó atónito por oír su nombre exclamado por la boca de la mujer más bonita que nunca había visto jamás.

     ─ Te he dicho que no pasa nada.

     Oscar miró a su alrededor. Rascó la cabeza y percibió que los amigos no le habían seguido. «Probablemente prosigan tras otra botella». Notó que el movimiento de la calle disminuía gradualmente, hasta que se quedaron apenas los dos. Él y la chica. No subía nadie. No bajaba coche. El silencio absorbió el ruido de los bares, tragó el rumor de la calle e hizo sumir todos los sonidos de la noche. Oscar no oía nada. Levantó los ojos y reparó que mientras la luna se escondía tras las nubes oscuras de un cielo que apenas podía ver, las estrellas habían desaparecido. Las farolas no iluminaban más y la única luz que se reflejaba sobre él era el incandescente brillo de la chica.

     ─ Has… Has… ─ Tartamudeó al mismo tiempo que el vértigo de la sorpresa casi le lleva al suelo. ─ Has dicho que…

     ─ Tranquilo, Oscar, he dicho que no pasa nada.

     ─ Pero, es que… ─ Manifestó. ─ Nunca te he visto… Y… ─ Habló, buscando orientarse sobre la procedencia de su interlocutora. Buscó en todos los sitios sin encontrar siquiera señal de la fuente de tamaña hermosura. No había coche con la puerta abierta. Ningún taxi parado en las cercanías y nadie le acompañaba. ─ Es que tú… Tú sabes mi nombre.

     ─ ¡Lo sé! ─ Afirmó al aproximarse. ─ Y ¿cómo lo sé?, creo que no interesa, al menos ahora.

     ─ Si lo dices tú… ─ Él sonrió, extendió el brazo y alargó la mano hacia la chica. ─ Y tú, ¿eres?

     ─ Soy alguien especial… ─ Alegó, sonriente como Oscar también lo estaba. ─ Me llamo Lorena. ─ Señaló. ─ ¡Encantada de conocerte!

     ─ ¡Lorena! ─ Pronunció, poseído por una energía cuyo origen no supo identificar. ─ Y ¿de dónde eres, Lorena? ─ Preguntó al alzar la punta de la nariz. Él aspiró el perfume de la chica y sintió el olor maravilloso de un jardín florido penetrar en su cuerpo, a través de las ventanas de su nariz. Con la cabeza, caída suavemente sobre el hombro que antes batió contra la pareja que bajaba por la Heliodoro de la Torre, fijó los ojos en Lorena. ─ ¿Sabes que eres la chica más guapa que jamás he visto en mi vida? ─ Dijo, hipnotizado por la preciosidad que no creía estar delante suyo.

     Lorena parpadeó y sonrió con suavidad. Sus labios dibujaban una línea que apenas permitía aparecer la punta blanca de unos dientes perfectos, y los pómulos de la cara preservaban la original coloración de melocotón maduro.

     ─ ¿Vosotros no sabéis decir nada más? ─ Preguntó con simpatía. ─ Es siempre lo mismo… ─ Argumentó al cogerle por la mano. ─ Pero una se acostumbra. Lo importante ahora es que sepas que vengo de San Ignacio. Estoy aquí exclusivamente para conocerte, pues tengo el deber de abrir tus ojos.

     ─ Te garantizo que mis ojos nunca estuvieron tan abiertos como ahora.

     ─ ¿De verdad?, Oscar, entonces, dime, ¿qué eres capaz de contemplar con los ojos abiertos de tal manera?

     ─ ¡Joder!

     ─ Dime que solamente puedes imaginar lo que tengo bajo mi ropa y todo lo que soy capaz de proporcionarte en una velada de cuerpos desnudos y sudados.

     ─ Es que… Es que ¿además de guapa también eres adivina?

     ─ Quizá lo sea, o quizá alguien me lo haya dicho… ─

     ─ ¡Joder! ─ Repitió él con cara de enfado. ─ No me dices que conoces a las…

     ─ No Oscar, tranquilo. Apenas sé de las chicas. Mi cuestión, hoy, es contigo.

     ─ Vale.

     ─ Hace tiempo que te estoy observando y no pude resistir más a la tentación… ─ Oscar sonrojó. Cruzó los brazos delante del pecho y situó la espalda recta, con elegancia. ─ Hoy por hoy veo lo guapo, inteligente… que eres. Sabes que los comentarios sobre las cualidades de uno circulan por el medio femenino y me atreví a buscarte.

     ─ ¡Es normal! ─ Exclamó con la apariencia de dueño de la verdad. ─ Pasa con todas.

     ─ Sí que es normal. ─ Dijo Lorena. ─ Pero hoy estoy aquí para enseñarte un lado de la normalidad que no conoces.

     Para entonces Lorena y Oscar ya estaban en la esquina de Madariaga con la calle del Bar de Fausti. La chica se recostó en el escaparate de cristal de la tienda de zapatos y trajo a Oscar de encuentro a su cuerpo. Inmediatamente él se percató de una sensación que nunca jamás había sentido. Su corazón disparó unos latidos que no pudo identificar y la sangre anduvo por las venas a una velocidad fuera de los límites normales. Él aproximó la cabeza al cuello de Lorena y aspiró, de nuevo, su perfume. Las flores olían como el jardín del paraíso perfecto que imaginaba de niño, cuando le contaban las historias de Adán y Eva. Allí mismo, en la calle, sus ideas vagaron sueltas por un mundo desconocido. Pasearon de la mano dada a Lorena y sin que él percibiera, fueron al encuentro de un camino que siempre rechazó. «No es posible», pensó con el corazón latiendo más fuerte aún. Las piernas de Oscar temblaban y la boca tenía dificultad para articular palabra. Las manos estaban mojadas por un sudor nervioso cuyo motivo no podía justificar.

     ─ Qqqq… Qué… ¿Qué normalidad es ésta? ─ Inquirió, imaginándose estar sufriendo los retrasados efectos de la borrachera.

     ─ La normalidad que está aquí dentro. ─ Pronunció Lorena con la boca muy próxima al lóbulo de una oreja de Oscar y con la mano comprimiendo su pecho. ─ La normalidad que tú provocas cuando dejas sufriendo a todas las chicas que has utilizado como juguete de tus siempre muy creativas acrobacias sexuales.

     ─ Veo que te dijeron todo. ─ Habló presumidamente.

     ─ Y más… Mucho más, Oscar. ─ Dijo Lorena al aproximar sus labios a la boca de Oscar. Le besó. Primero con suavidad y después con la voluntad de quien ya no besaba hacía unos cuantos años. Su lengua se introdujo en la boca del chico y abrazó la de él con la furia de quien parece tener hambre. ─ Me han dicho tanto, que no te lo vas a creer.

     ─ Entonces, ¡a probar!

     ─ Que si… ─ Confirmó. ─ A probar, pero en otra ocasión.

     Las pupilas de Oscar se dilataron y su sexo reaccionó con parcialidad. Restregó la parte delantera del pantalón y descubrió que las Voll Damm habían hundido más que unos cuantos pares de neuronas.

     ─ Es mejor…

     ─ Por ahora, coge mi dirección y no olvides que desde este instante tu pecho está relleno de una cosa semejante a la que has dejado en el pecho de Mayara, la chica de Erandio, en el pecho de Anne, la de Begoña, y en el pobre pecho de Naroa, la madre de tu hijo… Joder Oscar, ¿Cómo puedes negar la paternidad de un niño que es una fotocopia tuya?

     ─ ¿Cómo? ─ Preguntó asustado, con el cuerpo disminuido delante de unos ojos tan verdes como la mar que vio en las últimas vacaciones que anduvo por Cuba. ─ ¿Qué quieres decir con esto? ─ Investigó. ─ ¿Quién te ha dicho lo de aquel hijo de la mala suerte?

     ─ Nadie Oscar. Nadie me dijo nada… Tú mismo dijiste que soy adivina.

     El chico friccionó las sienes. Apretó la nuca y mordió el labio inferior.

     ─ ¿Estás de broma? ─ Preguntó temblante, poseído por la energía que saltaba de los ojos de Lorena. Su cuerpo conservaba el calor de aquella piel de terciopelo y la nariz no lograba deshacerse del olor del jardín paradisíaco. ─ ¿Estás de broma? ─ Repitió con el corazón latiendo de una manera diferente. Más fuerte, completamente dolorosa. ─ Esto todo es una puta farsa.

     ─ ¿Será? ─ Dijo Lorena al extenderle la mano que sujetaba un pequeñito trozo de papel con una dirección anotada por letras femeninas que parecían dibujadas. ─ Te hago una propuesta. Ven a mi casa y descubre.

     Oscar abrió los ojos todo lo que podía, frunció la nariz y esbozó una sonrisa tímida.

     ─ ¿Es una propuesta o una provocación?

     ─ Te espero mañana, a las ocho y media. Invita uno de tus amigos, con una chica, y salimos de parejas… ─ Lorena le besó otra vez, caminó hacia Lehendakari y desapareció.

     ─ Pero… Tú no quieres que yo te…. ─ Oscar corrió detrás de ella pero fue obstaculizado por el pito de un coche que casi le pilló sobre el paso cebra. ─ ¿No quieres que te acompañe? ─ Gritó, sin oír respuesta.

     Después de caminar hacia la Avenida y no encontrarla, volvió al bar y contó a sus amigos lo ocurrido. Boquiabiertos, ninguno de los dos se lo creyó.

     ─ ¡Tú estás borracho, chaval! Bebe otra y vuelve a la realidad.

     ─ Para nada. ─ Justificó. ─ La he dejado ahora mismo y… ─ Oscar pasó la mano por el pecho, sintió el peso de la mano de Lorena sobre su piel y aspiró el aroma de las flores que apenas conocía. ─ Joder tío, ¡me he enamorado!

     La tarde de sábado se iba cuando Oscar dejó el coche aparcado en un sitio prohibido, delante de la parada del autobús, y salió.

     ─ Vuelvo pronto. ─ Dijo al amigo que saltara al asiento de atrás, para acompañar a la novia. ─ Vuelvo pronto. ─ Repitió.

     ─ Tranqui, Tronco… ─ Animó Iker, que se abrazaba y se besaba con la chica que estaba con él. ─ Hasta parece que es tu primera vez.

     Sonriente, Oscar tomó aire y caminó hacia la Plaza Levante, que estaba llenísima. Muchos niños corrían, gritando palabrotas maldecidas por sus madres. Unos adolescentes caminaban con bolsas de plástico que contenían cajas de vino y botellas de refresco de cola. En el kiosco, un grupo musical animaba la verbena que los mayores aprovechaban a su manera. Unos señores bailaban con sus señoras, otros bailaban solos y muchas señoras bailaban con otras señoras.

     Oscar se puso serio. Se imaginó viejito y creyó que no le iban a gustar las verbenas.

     ─ A ver. ─ Dijo al coger el papelito del bolsillo del pantalón. Él examinó la dirección que tenía desde la noche anterior y tomó rumbo hacia un edificio que estaba con la puerta abierta. Cuando llegó al portal, entró sin accionar el botón del portero automático. Estaba ansioso. Rascó la punta de los dedos y sintió en las yemas la suavidad de la piel de Lorena. Olió su perfume y sintió el peso de sus manos sobre su hombro. «Calma Oscar.» Llamó al ascensor, pero la impaciencia determinó que subiese por la escalera. Subió los escalones saltando de dos en dos. En la primera planta, juzgó oír pasos, en la segunda, acreditó ver un bulto que no pudo identificar, y en la tercera, con el sudor lavando la espalda, ya no controlaba el temblor de sus piernas. Temblaba todo. También los brazos, las manos, el estomago, el corazón y posiblemente el alma. Oscar miró el papel que llevaba amasado, en la mano, y notó que las letras desaparecían. Miró de nuevo y no encontró ningún nombre de calle, ninguna letra de mujer y ningún número bien trazado. Se quedó impresionado. Recordó a Lorena. Oyó sus palabras. «Estoy aquí para enseñarte un lado de la normalidad que no conoces». Se acordó de las chicas de Erandio y Begoña. Pensó en la madre de su hijo y reflexionó el padre que ha sido durante los últimos años. «Lo primero que haré, mañana, será contarle la verdad… No es justo» ─ ¿A, B, C o D? ─ Indagó en el medio del pasillo. Echó un vistazo en cada una de las puertas y sonrió. Atribuyó todo aquello a una broma de Lorena. Quizá de ella y sus amigas. Posiblemente, también, de la madre del hijo que reconoció por la fuerza del papeleo de los Juzgados. ─ Lo sé… Lo merezco. ─

     Él abalanzó la cabeza y siguió el instinto que fue encaminado por el aroma que ya conocía.

     ─ ¿Si? ─ Dijo la señora que abrió la puerta. ─ Siií. ─ Repitió el monosílabo que contrastó con la ropa negra que llevaba la mujer con apariencia sufrida.

     ─ Hola… ¡Buenas tardes! ─ Exclamó el chico que mantenía las manos temblantes tras la espalda. ─ Yo soy Oscar… Soy amigo… Ayer… Vine a recoger Lorena.

     ─ ¿Quién? ─ La mujer preguntó con cara de espanto.

     ─ Lorena… Quedamos para salir hoy.

     ─ ¿Estás de broma chaval? ─ El dolor de su cara se fue mezclando con la rabia que vertían sus ojos llorosos. ─ ¿Qué te pasa? ─ Preguntó con la puerta entreabierta. ─ Ahora tenéis la costumbre de jugar con los sentimientos de los mayores.

     ─ Muuu… Much… ¡Muchas Gracias! ─ Exclamó, sin percatarse de quien le ayudara. ─ Me… Me heeee… Me he desequilibrado. ─ Justificó al recuperar la postura antes perdida.

     ─ Y tú nada. ─ Interrumpió la mujer que controlaba las lágrimas. ─ Anda, vete. Vete si no llamo a la policía. ─

     ─ Pero señora, por favor, quedé en recoger a Lorena en esta dirección. Aquí tengo el… ─ Él miro al papel sin nada y prefirió no enseñarlo. ─ Mis amigos están abajo, esperándonos en el coche.

     ─ ¿Qué Lorena? ─ Inquirió. ─ ¿Cuál es el apellido de la Lorena que buscas?

     ─ No lo sé. ─ Respondió Oscar mientras miraba dentro del piso. Examinó lo que pudo. Vio cómo las ventanas estaban medio cerradas y sintió el olor de casa abandonada. Los muebles eran antiguos y una nube de polvo flotaba justo en el pequeño espacio soleado delante del sofá. ─ Pero le garantizo que es la misma Lorena de aquella foto. ─ Afirmó al apuntar hacia un cuadro colgado sobre el diván que había tras la mujer.

     ─ Te equivocas hijo. Ésta de ahí es Lorena. Es mi hija Lorena.

     ─ ¡Entonces…!

     ─ Entonces… Que mi hija ha muerto hace catorce años.

     ─ No… Nno pppu… No puede ser. Ayer, nosotros…

     ─ Dije que te habías equivocado.

     ─ No puede ser. Por favor, perdóneme, pero no me lo puedo creer.

     La madre de Lorena no perdió de vista la cara de horror que puso Oscar y le invitó a entrar. Le dio un vaso de agua, y después de traer unas cuantas fotos de la hija, reveló que Lorena murió después de que su novio la abandonara embarazada de tres meses.

     ─ Pero, ¿cómo? ─ Quiso saber Oscar. ─ No… Dime que esto es una broma.

     ─ No hijo mío, Lorena murió de tristeza… De tristeza…

     Él volvió al pasillo del piso, paró delante del cuadro y sintió la presencia viva de la mujer muerta que le había besado en la noche anterior. «Eres mi ángel…»Frotó la mano sobre la foto y percibió cómo el perfume del paraíso tomaba cuenta del ambiente.

     ─ Lorena. ─ Le dijo, con los ojos húmedos. ─ ¿Por que me has hecho esto? ─ Indagó con la mano sobre el pecho. ─ Perdóneme por molestarle. ─ Dijo a la mujer que lloraba sin apenas comprender lo que había pasado entre aquel chico y su hija.

     Oscar llamó al ascensor y apretó el PB. Bajó en silencio. Atravesó la plaza y notó que un día también él estaría bailando en una verbena, solito o posiblemente acompañado de otro señor. Paró en un bar. Compró un paquete de cigarro y bebió una caña. Después fue al encuentro de sus amigos y entró en el coche con la cara de entierro.

     ─ ¿Qué te ha pasado? ─ Preguntó Iker. ─ ¿Por qué vienes con esta cara? Dime… ¿Has llorado tío? ¿Dónde está Lorena?

     ─ ¿Lorena? ─ Buscó, mirando al cielo. ─ Lorena no existe.

     ─ Sabía que estabas borracho. ─ Iker afirmó. ─ Sabía que ayer nos habías mentido.

     ─ ¿Tú crees?

     Después de dejar a sus amigos en el mismísimo Bar de Fausti, Oscar volvió a su casa. Cogió el teléfono y llamó a un número que tenía gravado desde hace unos cuantos años.

     ─ ¿Naroa?

     ─ ¿Oscar?

     ─ Si… ─ Respondió con un suspiro.

     ─ ¿Qué te pasa?

     ─ Pues… No sé sí me vas a creer, pero ¿puedo hablar con el chavalito?

     ─ ¿Qué? ─ La chica preguntó eufórica. ─ De verdad… ¿Quieres hablar con tu hijo? Díos, esto es lo que yo más he soñado en estos últimos cuatro años… Andoni… ─ Gritó. ─ Ven cariño, hay alguien que quiere hablarte.

     ─ Bai? ─ Dijo el niño.

     ─ Andoni, soy Oscar…

     ─ Aita? ─ Preguntó el niño. ─ ¿Eres mi aita?

     ─ Sí Andoni, ¡soy tu papá…! ─ Respondió mientras besaba la foto que la madre de Lorena le había regalado. ─ Tú papá te verá en un ratito y estará siempre contigo cariño… Siempre… Te lo prometo.

     ─ ¿Vienes sólo o con el ángel de los ojos verdes que huele a jardín lleno de flores?

     ─ ¿Quien hijo? ─

     ─ Una tía que vino mientras yo dormía y me dijo que pronto tú estarías conmigo.

     ─ Voy sólo cari… Pero papá te garantiza que jamás la vamos a olvidar… ─ Dijo garantizando a si mismo.

     ─ ¡Vale! ─ Exclamó Andoni antes de colgar el teléfono y correr contento a los brazos de su madre. ─ Que viene mi aita… Mi aita me quiere… Mi aita me quiere…

     Oscar besó el retrato, lo puso en la cartera y salió.

     Salió feliz por haber encontrado coraje para llamar a su hijo, pero se fue triste por llevar en el pecho una pasión que le iba a absorber hasta la vejez. Una pasión que le quemaría por dentro, ardería en la piel, inflamaría su alma y le condenaría a bailar en todas las verbenas de su vida en compañía de los pocos recuerdos de su más bonito, y trascendental, eterno amor.


O autor, José Eduardo Miranda mora em Linhares no Espírito Santo, é doutorando em Direito pela Universidad de Deusto, em Bilbao, Espanha; Doutorando em Relações Internacionais pela Universidad del País Vasco (EHU); Estudios Avanzados, a nível de Mestrado,em Direito Comercial, pela Universidad de Deusto; Especialista em Direito Comercial, Especialista em Metodologia do Ensino Superior; Membro da Cátedra UNESCO de Formação de Recursos Humanos para América Latina; Membro da Cooperative Asociation of Law; Pesquisador de Ezai Fundazioa, órgão mantido por Mondragón Coorporación Cooperativa; Professor do Curso de Direito e Coordenador Acadêmico das Faculdades Integradas Norte Capixaba.

Contatos: liburua_zeca@yahoo.es

Publicada em 30/05/2005